“Maestro, que nos puede decir acerca del
placer del sexo y del dinero, ahora que está en su etapa de abstenciones?”.
Una magnética mujer del fondo de la sala lo
interpela, con sus grandes ojos negros, llenos de una eléctrica mirada sensual y una sonrisa pícara.
El Maestro tomó aire, como para irse más
adentro de lo acostumbrado y de esa ráfaga de inmersión al alma,
brotó llenos de vida los recuerdos:
...”la ve traslucida entre el bosque de álamos plateados, con su
pelo suelto y su figura delicada, llegando
hasta al arroyo del manantial, la ve suspirar mientras se quita graciosamente
su ropa, quedando al desnudo su piel bronceada del aire y del sol, finalmente, entre ese impase conmovedor de su piel expuesta ante
los elementos de la naturaleza, el agua se abre a su divina cadencia de gracia
y misterio. El está desnudo tomando sol del verano en su refugio inexpugnable
entre el bosque, en el sitio donde se encuentra una piedra como altar a la consagración
de los momentos íntimos con el silencio. La observa parado, erguido como un
hombre natural, como si fuera una estatua griega entre los árboles meciéndose al viento.
Ella lo siente como una suave brisa recorriéndole
su cuerpo hasta posarse en sus ojos, fundidos uno a otro sus naturalezas, ella solo atina a respirar profundo,
a pasos que configuran un ritual de danza sale del agua purificada brillando
con el sol, se dirige hacia él, descalza, como un imán irresistible. Ya frente a frente, invadiendo el espacio y
el tiempo consagrados al secreto de la soledad, ella lo inunda con un tierno
abrazo, vaciando el conteniendo de
tristeza y soledad del alma con una
consciencia clara de la inmensidad de lucidez
y plenitud de felicidad.
El
se arrodilla en agradecimiento, ella se sienta sobre el tomándole su rostro, y
sin pedirse nada, se dan al instante de fusión. Ella con sus labios abre suavemente la caverna de su boca como una llave mágica que abre las puertas sagradas de
un templo antiquísimo, mientras el abre el surco de su tierra con su barca para que fluya el río vivo del
sabor amado al mar abierto del abismo. Juntos
se convierten en el Altar de la propia naturaleza.
En
ese momento, en que el juego del placer se transforma en goce eterno, las
cotorras dejan de cantar, las siete campanadas replican sin ningún llamado, el
sol del medio día se inmoviliza con un aurea colorida: justo allí, el cielo y
la tierra se unen, el pasado y el futuro se contraen, donde el adentro y
afuera los contienen, cual ritmo a contrapunto de dos corazones se detiene,
para dar paso al clamor luminoso de
perderse y encontrarse, de vaciarse y llenarse de otro, ante la sorpresiva y
fugaz visita de la inmensidad del UNO en cada UNO de los DOS.”
“Maestro…”
-A sí, disculpe, ya es tarde la próxima vez
se lo contesto.
Por Sísul, 23 de Marzo 2014
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