Nació con los
ojos abiertos . Asombrando al
mundo que la veía. Sus ojos orbitando, traslucidos, de color
multicolor en una bóveda celestina, incrustados entre sus cejas robustas. Nació ocho mesina
y puesta en una caja de zapatos entre algodones para que nadie la contagiara,
aprehendió a percibir de lejos, creando brazos
y manos extensibles para recibir al mundo a la distancia.
De niña atada a
las faldas de la madre como a cuatro-piernas y cuatro-manos recorría el mundo
hogareño, sintiéndose protegida contra aquel que vendría a quitarle sus ojos. La madre
siguiendo la tradición de la abuela le colocó un moño rojo en la solapa
izquierda contra la envidia y solo se lo sacó
cuando tuvo su primer novio a los 14 años.
Una noche cuando
la madre le indicó que buscara un pala en el patio de atrás, el miedo, ese
amigo extraño que la había acompañado desde siempre se perdía en las infinitas
estrellas resplandecientes fundiéndose en la inmensidad del universo oscuro: ella cerro lentamente sus
ojos y se entrego a la experiencia de su amigo.
A diario
ejercitaba caminar sin ver cuando nadie
la veía, era su secreto y su destreza. Al tiempo reconocía
la diferencia en el acto de sus manos
finas y alargadas de la textura de una rosa pálida blanca, de una roja. Su
olfato se iba agudizando no sin recibir
pinchazos del pino rastrero por acercarse tanto, entre los aromas de agosto de las glicinias
cayendo en la pérgola de su ventana al este, el
jazmín chino tapizando la pared del oeste en los atardeceres, el jazmín
paraguayo como guardián de la puerta, entre los
chañares florecidos, los aromitos y garabatos, nativos de antaño que
recordaban la tradición viviente ante las generaciones exóticas. Chupando hojas, cortezas y flores, también experimento el gusto horrible de la
cala.
Ya mayor, sus
sueños reiterados de quedarse ciega, de no poder con sus manos encontrar un libro, la hacían despertar nuevamente con
su amigo de siempre. El nació como el
más humilde de los siervos, en una habitación de techo de zinc y ventana
pórtico al jardín interno. No había lugar
para una cuna. La madre quitó
del primer cajón de la cómoda de la abuela la ropita de su hija y la reacomodo
en el tercer cajón con su ropa. Allí entre almohadones y olor a naftalina
coloco a su nuevo hijo tan esperado por años: llorando por no tener para darle lo que ella deseaba.
Faltó poco tiempo
para encontrarse con su enemiga, la
muerte. Merodeando en la casa del
abuelito de enfrente, un día ya no
estaba en su silla donde disfrutaba la
siesta de primavera. Lloro durante un mes en su pequeña silla, sin que nadie supiera el porqué, sin que a nadie le
pudiera contar.
Para enfrentarse
a la muerte tenía que enfrentar el miedo a la oscuridad. Comenzó a entrenarse: cerraba
sus ojos bajando escaleras, le fascinaba poder hacerlo cada vez más rápido de a
dos escalones. Apagaba en seguida la luz
y cerraba sus ojos fuertemente para dormir, imaginando un instante antes de su
muerte, pero solo conseguía que aparezca una luz intensa centrándose en el
entrecejo que no lo dejaba llegar a su propósito. Podía desplazarse por toda su
casa a media noche con los ojos cerrados como si fuera pleno día.
Luego
comenzó a probar la eternidad aguantando el aire colocando su cabeza
bajo el agua dentro de una gran palangana de baño: sin no hay oxigeno no hay
envejecimiento, dedujo. Sin darse cuenta, por el contrario despertó al éxtasis
de respirar: El aire, sí!, eso era lo bueno, lo que le permitía penetrar más y
más allá de la mente.
Un día se
encontraron en el ashram caminando de noche bajo el techo de la vía láctea que cruzaba
de norte a sur. Se tomaron de la mano y sin pensarlo, entendieron: ella
no iba a quedar ciega, sino a ver con su luz de consciencia en la oscuridad del
alma, ni él morirse prematuramente antes de realizar la verdad. Cerraron sus
ojos en el silencio y entraron a la gran bóveda, a la gran cámara sagrada del
universo infinito.
Por Sísul 11-9-2014
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